ESTHER FLEISACHER
Una mujer sentada en un sillón, en la penumbra de un cuarto al final del día, sostiene una aguja delgada y gris en cada mano, mientras un hilo largo se desliza con habilidad entre sus dedos. No sabemos qué es lo que teje, pero ella sí. Usa hilos gruesos, burdos; otros nos, delgados, leves. Ella sabe cómo entrelazarlos, en qué momento entra uno y se enreda con otro, y luego sale y reaparece cuando ya no se espera. El resultado es, invariablemente, la belleza, la gracia, y la sonrisa que despierta lo inesperado y que a veces revienta en franca carcajada. Así es toda la obra de Esther Fleisacher.
Sembrar malvas da cuenta de esa destreza con la que ella toma cada personaje como si fuera un hilo que va desarmando lenta, pacientemente, mientras transforma los hilos en rostros y cuerpos, en hechos y sentimientos. En esta novela se entrelazan culturas, tradiciones, modos distintos de relacionarse con Dios, con el dinero y con el nudo estrecho que une la muerte con la vida de cada personaje como individuo y como parte de una familia extensa; del mismo modo que en la mata de malva se encuentran el verde oscuro de las hojas y los tallos leñosos, el morado intenso de los nervios foliares, la delicada sutileza lila de cinco pétalos alineados cuidadosamente alrededor del centro. Sin importar cuántas veces la leamos, Sembrar malvas nos deja siempre con ganas de más.